Un cursillo para olvidar
Un cursillo
para olvidar
Inicio
A lo
largo de mi vida he realizado diversos cursillos. Actualmente estoy realizando
uno de Diseño Gráfico en el que el Photoshop tiene un gran protagonismo, junto
al Illustrator. En el año 2.011 hice otro más largo, pero a diferencia de este,
no dimos gran cosa del Photoshop por falta de tiempo. También aprendimos a usar
el InDesign y el Illustrator. Pero no voy a hablar de ninguno de los dos, sino
de otro que realicé hace más de veinte años; en 1.989, exactamente; entre
Septiembre de ese año y Marzo de 1.990. Fue el peor de todos.
Es frecuente que entre los compañeros
haya disputas e incompatibilidades. Eso lo he sufrido alguna que otra vez y lo
encuentro normal. Aquí lo que voy a juzgar es la actitud que se tomó con el
alumnado, que es más grave aún. No voy a entrar a fondo en detalles pese al
tiempo transcurrido, porque no es una denuncia, sino una crónica que puede aburrir
a unos o interesar a otros pero que juzgo merecedora de ser puesta en mi blog.
Ambiente y disposición
Creo recordar que ya llevaba tres cursillos hechos. En
esa época pagaban 35.000 pesetas, más o menos, (216 euros o poco más) a los
menores de 25 años, pero el 75 por ciento del salario mínimo mensual a los
mayores de esa edad. Ya tenía veintiséis y había realizado dos de menor de 25 y
uno de los otros. Estaba antojado de comprar una videocámara. En esa época
estaban carísimas: unos mil euros o poco menos la más barata. La posibilidad de
encontrar un empleo era otro aliciente que me animó a hacer el cursillo. De
hecho, un compañero de clase de costumbres hippies hizo uno de vigilante de
seguridad y gracias a eso, encontró trabajo. Le eché el ojo a uno de nombre
prometedor “Automatismo Industrial”. Creo recordar que duraría cerca de seis
meses, por lo que entre el dinero que tenía ahorrado y lo que ganara de ese,
podría comprarme lo que tanto deseaba. Un conocido que también estaba
interesado en hacerlo, me dio un consejo:
“Cuando te examinen para la admisión no
contestes a las preguntas que no estés seguro. Déjalas en blanco. Si pones un
disparate, pensarán que solo vas a por el dinero y no te admitirán”.
Dicho y hecho. Me admitieron. A él
también, pero en otra clase. Había dos categorías; los “burros” y los “listos”.
Adivinad en cuál me tocó a mí J
Tendríamos cuatro asignaturas;
Automatismo, Electricidad, Control Numérico y Neumática. Durante la mitad del
curso daríamos las dos primeras, y durante la otra mitad, las dos restantes. Un
chaval amistoso al que llamaré “Alberto” se presentó y se sentó a mi lado. Era
universitario y le interesaba la asignatura….y el dinero; como a todos.
Profesores y compañeros
El primer profesor que conocimos era el
de Automatismo. Lo llamaré Mario. Era gordo y fuerte, aspecto serio pero
educado. Podría tener poco más de treinta años Su lema era el siguiente:
“Antes de cometer una tontería, piensa lo
que vas a hacer. Para formar un estropicio siempre hay tiempo”.
Estuvo un buen rato hablando de su
asignatura. Parecía que tendríamos un buen entendimiento. No pasó lo mismo con
Rafael, el profesor de Electricidad. Este era delgado y con poco pelo. Se
estaba quedando calvo a pasos de gigante. Tenía las orejas algo redondeadas
como los duendes. Hizo su presentación, gritando, con malos modales y
argumentos absurdos.
“¡Aquí se viene a aprender! ¡Si alguno de
vosotros viene solo para cobrar las 35.000 pesetas mensuales se ha equivocado
de sitio! ¡Espero que vosotros no seáis de estos últimos, pero en caso
contrario solo tiene que decírmelo, y tan amigos!”.
Estoy convencido de que si a Rafael no le
pagaran, no le serviría de consuelo que le dijeran que había hecho una gran
labor enseñando a sus alumnos, y que con eso debía darse por pagado. Por lo
tanto ¿A qué venía ese absurdo enfado para los que vinieran solo para cobrar? Más
aún, teniendo el alumnado más de veinticinco años, y que no necesitan discursos
aguerridos como el que nos dio. Personalmente opino que todos teníamos ganas de
aprender. Al menos, las primeras semanas.
Creo recordar que éramos quince personas.
Doce chicos y tres chicas. Una de ellas me conocía de vista. Otra se llamaba
Angela y hablaba más con nosotros que con sus compañeras, que no tardaron en
hacerse amigas. Ambas compartían el mismo nombre, María del Carmen.
Otro compañero destacable era Fernando.
Se sentaba solo, atrás del todo. Pero las circunstancias le obligaron a
sentarse más adelante, cerca de donde estábamos Alberto y yo. Era poco hablador
y usaba un perfume que no terminaba de gustarme. Con el tiempo me hice amigo
suyo.
Anécdotas e incidentes
Mario acostumbraba a esperar en silencio,
mirando los apuntes, a que fuéramos llegando. A veces tardaba más de diez minutos
en hablarnos de su asignatura. Con frecuencia, la gente le pedía que repitiera
lo que había explicado, pues no lo había entendido bien. Mi compañero Alberto,
sonreía, y a veces me decía con sarcasmo:
“¿Has visto, Antonio? ¿Cuántas veces han
preguntado eso? Esto parece una clase de memos. La gente no entiende nada”.
Sonreí la ocurrencia, intentando no darme
por aludido. Yo tampoco entendía gran cosa.
Cuando alguien hace un cursillo, no os
quepa duda de que aprovechará para promocionar alguna afición o cosa
interesante que haga. Uno de mis compis sacó una foto aérea de un barco y me
pidió mi opinión. Estaba muy bien hecha, pero algo no cuadraba. Ese barco
estaba demasiado limpio. Mi compañero sonrió. Era una maqueta. Los maquetistas,
lo primero que hacen es ensuciar sus modelos para darle más realismo. Imagino
que ese chaval prefirió tener el modelo limpio, pese a ese inconveniente.
Entre mis compañeros había uno educado y
amable que decía ser mormón. Hacía poco que leí la primera aventura de Sherlock
Holmes, “Estudio en escarlata”, que narraba los apuros del protagonista,
perseguido por una secta de fanáticos mormones. Se lo comenté en tono amistoso,
y me dijo con educación que esa clase de seguidores los había en todas las religiones.
No se llevó mal conmigo pero me quedé con la impresión de que mi comentario no
le había gustado.
Teníamos una pequeña estantería con
ruedas en la que había un reproductor de video. Mario quería que viéramos uno
relacionado con su asignatura, pero no pudimos. En ese centro, que casi me
olvido decirlo, había varias clases más. La profesora de inglés, a la que
llamábamos “Barbie” por su pelo rubio y su figura, lo necesitaba ese día. La
teníamos en la clase de al lado.
El profesor nos puso unos problemas que
estaban lejos de ser fáciles. En medio del silencio escuchamos el típico
traqueteo de los disparos de una película de guerra. Se escuchaban los gritos
en perfecto español. Nos pusimos a gruñir y suspirar, incómodos. Todo apuntaba
a que los alumnos habían convencido a Barbie de que les pusiera una película de
guerra para estar entretenidos. A lo mejor yo estoy equivocado, y estaba
subtitulada en inglés, pero ciertamente, era inevitable que nos sintiéramos
incómodos.
En cuanto a Rafael, enseñaba bien su
asignatura. Se notaba que le gustaba la electricidad. Pero era inevitable que
surgieran dudas. En cierta ocasión, me pilló charlando con mi compañero
Alberto, yo que siempre he sido poco hablador. Me preguntó qué era lo que me
pasaba. Le puse como excusa, que no había entendido bien lo que explicó el día
anterior, lo cual era cierto. Se puso como un energúmeno y me dijo con muy
malos modales:
“¡Pues si no lo has entendido, no seré yo
el que te lo explique! ¡Debiste preguntar ayer! Que te lo explique otro
compañero, y no me mires así ¿Eh? ¡No me mires de esa manera!”
Me pregunto cómo quería que lo mirase
¿Acaso debía de darle las gracias encima? Increíble ese hombre ¿Aún no se había
dado cuenta de que no estaba en una clase de adolescentes? Cada vez nos caía
peor.
Lo sucedido conmigo se repitió con otros
compañeros. Rafael se negó, fríamente, a explicar al “Mormón” una duda que
tenía. Este, en vez de reaccionar como sus compañeros del libro de Sherlock
Holmes, le dijo con su habitual cortesía, que la función de un profesor era
explicar su asignatura y resolver las dudas de sus alumnos. Rafael le dijo con
aspereza que nuestra obligación consistía en esforzarnos y aprender. El aludido
esgrimió otros argumentos pidiendo una cercana colaboración, pero no sirvió de
nada. Días más tarde, otro compañero le hizo una pregunta a Rafael, llamándole
de “usted”. Este se puso severo y le exigió que no volviera a hablarle así. El
compañero dijo:
“Usted perdone”.
Rafael se enfadó aún más.
“¡He dicho que no me hables de usted!”
El profesor de electricidad parecía
intratable ¿Tan terrible es hablarle de usted a alguien por error?
Un día, durante el tiempo del recreo
aproveché para ir a los servicios. Escucho un ruido a mis espaldas. Parece que
alguien más quería entrar. Al verme, dice en tono burlón a alguien que iba con
él: “¡Ya está aquí el que faltaba! ¡Ja, ja, ja!”
Salí, algo enojado, pero sin decir una
sola palabra. A juzgar por la voz, me imaginaba quien fue el autor del
comentario. De hecho, estaba sentado en un banco del pasillo junto a varios
compañeros más. Al verme, dijo con asombro:
“¿Eras tú el que estaba en los servicios?
Perdona. Al verte de espaldas te confundí con Rafael”.
Si bien el primer comentario me había
sentado mal, la aclaración me sintió peor. Como dije, nuestro aguerrido
profesor de Electricidad se estaba quedando calvo a pasos de gigante. Si ese
chaval me había confundido con él, está claro lo que eso significa.
Mario
tampoco estaba en su mejor momento. Ya había dejado de pasarse diez o quince
minutos mirando los apuntes antes de explicar, para quedarse así, durante más
de media hora. Tenía mala cara, como si un problema interior lo atormentara. En
el descansillo, un compañero llamado Pedro, con modales campechanos pero muy
inteligente, dijo en tono burlón:
“Parece que Mario tiene ¡Muuuuuuchos
problemas!” Dijo, al tiempo que imitaba, graciosamente, el mugido de un toro.
Los demás, sobre todo, Angela, opinaban
que esa forma de comportarse era una falta de respeto hacia nosotros por muchos
problemas que tuviese. Sin embargo no hicimos nada para evitarlo, ni le
comentamos nuestra opinión. Imagino que tenían miedo de quedarse sin cobrar, si
nos quejábamos demasiado. Una tremenda apatía empezaba a apoderarse de
nosotros.
Un
vídeo que sí vimos, nos llenó de asombro. Salían imágenes de un curioso robot
parecido a R2 D2 de la guerra de las galaxias, haciendo gestos graciosos
mientras un locutor explicaba las ventajas de las nuevas tecnologías. Al final
expresó su confianza de que la próxima década se hicieran muchos avances
significativos. Cuando dijo la fecha nos echamos a reír, a carcajadas. El video
se realizó en 1.975, aproximadamente. Un par de años antes de la guerra de las
galaxias, y se confiaba que los años 80 trajera nuevos descubrimientos
tecnológicos ¿De quién fue la idea de traernos videos obsoletos al cursillo,
faltando tan poco para terminar la década de los 80? Al menos sirvió para
arrancarnos unas cuantas carcajadas.
Los alumnos debíamos de llevar una
tarjeta azul con nuestra foto e identificación colgando de la ropa para poder
entrar. A Fernando se le olvidó, y el portero le agarró por una mano, pidiéndosela.
Angela aprovechó para decir que aborrecía a ese hombre. El primer día vino en
bicicleta. El portero no la dejó entrar, por mucho que insistió. Le dijo que
debía dejarla fuera del edifcio. Angela no tuvo más remedio que obedecer. Al
salir, se la habían robado, y el portero se negaba a hacerse responsable de la
pérdida.
Durante los descansos y el recreo,
hablábamos de todo un poco. Sobre todo, de política. Uno de los compañeros
parecía obsesionado por el alarmante número de los desempleados. Dijo que eso
no podía ser cierto. Seguramente había mucho empleo sumergido. De lo contrario,
se habría desatado una guerra en España. No se cansaba de repetirlo.
Actualmente, en el año 2.015 hay muchos más que en 1.989, y de momento, no hay
ninguna guerra civil.
Otro compañero, que sospecho que fue el
que “osó” hablar de usted a Rafael, tenía un fuerte acento andaluz y parecía
muy espabilado. Pero en una de las frecuentes conversaciones nos llenó de
asombro.
“A mí me gustaba mucho leer cómics de Spiderman.
Aún recuerdo uno que me conmovió mucho. El protagonista, harto del
desagradecimiento de la gente, tiró la ropa a la basura, y dijo que ya no
volvería a salvar a los demás. Dejaba su carrera de super héroe. Pero al poco
tiempo se arrepintió, cogió la bolsa en la que había depositado el disfraz, y
se lo volvió a poner ¡Lo hizo porque amaba a su patria! ¡Me entró mucha
emoción! ¡Amar a tu patria es lo mejor que te puede suceder en la vida!”
Otro compañero le preguntó una duda que
todos teníamos en nuestro interior.
“¡Eh, chaval! ¿De dónde eres tú?”
Este, intuyendo a donde quería llegar, le
respondió:
“Nací en Jerez. Pero mi padre es un americano
que trabaja en la base de Rota”.
Era evidente que su progenitor le había
enseñado unos valores que aquí considerábamos obsoletos. De hecho, el comic de
Spiderman al que se refería, me sonaba de haberlo leído años atrás, cuando
estuve enfermo del pulmón. Me pareció un auténtico muermo. Habría sido el peor
de todos los que tenía, de no ser porque el protagonista de la historia era el
malvado “Duende Verde”; un personaje enemigo de Spiderman, que no lograba
encontrar en las estampitas que traían los pastelitos que me comía en aquella
época. A un compañero de clase le tocó, y me la regaló junto con el cómic.
Parece que a Mario le costaba trabajo
superar su crisis. Un día, al ver la puerta de la clase, cerrada, le
preguntamos a uno de los responsables de los cursillos, que nos confirmó que el
docente no iba a venir ese día, por encontrarse mal. Por lo tanto, aprovechamos
para ir a la clase de los “Listos”, que tenían clases con Rafael. Si nos dejaba
entrar, saldríamos antes. El profesor accedió con evidente pesar. Había sitios
de sobra para nosotros y nos sentamos atrás. Nos llenó de asombro e indignación
el trato amistoso y cordial que mantenía con los listos. Nunca vimos a Rafael
así. Incluso estaban dando una temática desconocida para nosotros. A la hora
del recreo pregunté al conocido que estaba con ellos, si era normal que les
tratara con tanta cordialidad. Respondió que sí. Ellos aprendían más deprisa
que nosotros, y pedían que les enseñara más. Eso lo ponía contento.
Así que, estaba claro. Rafael se basaba
en un extraño principio en el que suponía que los burros éramos no solo malos
estudiantes, sino también malas personas, al contrario que los otros.
Mario, prácticamente, dejó de enseñarnos
su asignatura, y si no recuerdo mal, se limitaba a darnos fotocopias de apuntes
para que los repasáramos mientras él se quedaba sentado, mirando las musarañas,
y meditando sobre sus problemas. Nosotros estábamos aburridos y nos dedicábamos
a discutir y gastarnos bromas en voz baja. Eso hice con Fernando, que había
ocupado el lugar de Alberto, que antes de Navidad se vio obligado a dejar los
cursos para regresar a la universidad. El creyó que las clases universitarias
tardarían más tiempo en empezar. Para colmo, aún no habíamos visto ni un solo
céntimo, pese a llevar más de dos meses ¡Menuda bronca le armamos a la
encargada del Instituto de Empleo, que vino un día para ver si todo iba bien!
Nos dijo que lo lamentaba por nosotros, pero que no se sabía nada de nuestro
dinero. La enojada Angela preguntó si nuestro dinero le estaba rentando
ganancias a alguien. La chavala dijo no saberlo, pero que seguramente, así era.
¿Y Rafael? Este nos estaba enseñando
cosas de electricidad por medio de unos ordenadores. Creo recordar que tenían
las pantallas de color naranja. Alberto, que aún permanecía con nosotros,
entendía de informática. Había solo tres o cuatro ordenadores y nos dividimos
en grupitos. Aproveché para buscarle las cosquillas a Fernando, escribiendo en
pantalla “A Fernando le gusta la gordita”, refiriéndome a una compañera de
clase. Este, furioso, no sabía cómo borrar lo que escribí, y se puso a toquetear.
Se dio cuenta de que al darle a la tecla “Enter” el texto bajaba una línea. Lo
hizo varias veces hasta que desapareció. Alberto le dijo que si hubiera escrito
“CLS” la pantalla se habría borrado de inmediato. Cuando fue el turno de
toquetear de Fernando, se vengó de mí, escribiendo: “Antonio es un niño muy
malo”. No tuve tiempo de borrarlo, pues Rafael venía detrás. Vio el texto, pero
no dijo nada.
Fue el ajetreo de ir a consultar a otros
compañeros lo que hizo a Rafael tomar conciencia de nuestro “aprecio” por él.
De nuevo creo que fue el jerezano, el que llamó a uno de la clase para
preguntarle una duda. Pero Rafael se le adelantó, y le preguntó qué quería
saber. Tal vez, temiendo que le montara algún “numerito”, dijo que ya no hacía
falta. Acababa de acordarse de la duda que tenía.
“Si necesitas que te ayude, no dudes en
llamarme”.
“Gracias, Rafael, pero como ya te digo,
acabo de salir de dudas, yo solo”.
El profesor se alejó, cabizbajo. Parecía
haber entendido que ya no contábamos con él para resolver nuestras dudas.
Angela se dio cuenta del detalle y fue a hablarle, mientras nosotros estábamos
en lo nuestro. Cuando llegó el momento de los diez minutos de pausa, Angela nos
contó lo que habían hablado:
“Rafael, bonito. Parece que te pasa algo
¿Qué es?
“Así es, Angela. La gente de esta clase
me odia”.
“No, hombre, no. Eso no puede ser. Bueno
¿Quién te odia?
“Todos me odian”.
Nos llenamos de asombro al escuchar las
palabras que la hipócrita de Angela nos comunicó. Llegamos a la conclusión de
que ese hombre no estaba bueno de la cabeza ¿Por qué habríamos de odiarle? Tal
vez, Rafael no tenía intención de tratarnos mal durante todo el curso. A lo
mejor quiso hacerse el duro durante algunos días para darse a respetar. Puede
que la diferencia de trato entre una clase y otra, lo pusieron triste. Pero no
lo odiábamos. Rafael no tuvo en cuenta una cosa tan elemental como es el
sentido común. En caso de tener una duda ¿Qué opciones hay? ¿Preguntársela a un
docente con muy poca paciencia, o a los “listos” de la clase? La respuesta es
evidente. Por causa de su falta de tacto, nuestro profesor se vio obligado a seguir
asumiendo el rol de hombre duro, que estaba aborreciendo.
Exámenes
Mario nos encargó que hiciéramos un trabajo sobre el
Automatismo, y que se lo explicáramos, verbalmente. Quedamos varios de nosotros
una tarde en la biblioteca y ver si encontrábamos las respuestas. Pero lo que
encontramos eran unos conceptos muy básicos que no respondían a las preguntas
de Mario. Se me ocurrió una explicación, más o menos sencilla, en el supuesto
de que no encontráramos nada. Para mi asombro, uno de mis compañeros se puso a
escribir lo que dije, siendo imitado por los otros.
Parece que Mario debía de tenerme un poco
de aprecio, porque cuando fue mi turno de explicarle la temática, me habló con
cordialidad. Entrábamos de uno en uno, mientras los demás esperaban fuera. Ese
fue el último día que tuvimos clases con él.
El examen con Rafael fue más polémico.
Nos examinaría a los dos grupos en la misma clase. Al ver los exámenes,
protestamos. El profesor pidió disculpas de una manera, no exenta de maldad.
“¡Perdonad. Me he confundido! Os he
entregado el mismo examen que a los otros compañeros. Ahora os doy los vuestros”.
Tras entregárnoslos. Volvió a repetir sus
disculpas.
“Esos son vuestros exámenes. Espero no
haberme equivocado. Os pido perdón de nuevo por haberos entregado unos exámenes
de una temática avanzada que no habéis dado. Os pido disculpas de nuevo”.
Estaba claro. Nos llamaba ignorantes de
una forma poco disimulada. El detalle no se nos escapó, pero no protestamos. Yo
no pude evitar hacer un detalle que podría interpretarse como una tontería, con
intención de hacerlo rabiar un poco. Pero ¿Quién no ha hecho una chiquillada,
alguna vez en su vida?
Me puse a mirar mi mano izquierda, como
si hubiese escrito algo en ella. Rafael se apresuró a mirar. Al ver que no
había nada, debió de sentirse burlado, y me preguntó con ironía:
“¿Sabes mucho del examen?”
Le dije que sí, pese a ser una rotunda
mentira. Rafael miró lo que tenía escrito y siguió hablando.
“¿Crees que aprobarás?”
Orgullosamente, dije mi segunda mentira:
“Sí”.
“Pues muy bien”. Dijo el irónico Rafael.
A la salida, Angela y los demás
comentaron la desagradable actitud de nuestro profesor.
“¡Qué cínico es este hombre! Con qué poco
disimulo nos ha llamado “burros”. Sin duda, está como un cencerro.”
La
primera fase del cursillo ya había terminado. Tras las anheladas vacaciones de
Navidad, daría comienzo la segunda; Control Numérico y Neumática.
La segunda fase
Una de las alegrías que nos llevamos al
comenzar 1.990, fue que nos habían ingresado el dinero de los cursillos. Me apresuré
a comprar la cámara de video, que ya había escogido hacía tiempo. Era de marca
Sony, modelo “CCD F-340”.
En los cursos nos daría clases de
Neumática un profesor del que no recuerdo el nombre. Su asignatura consistía en
el movimiento de resortes por medio de mangueras conectadas a tomas de aire.
Los utensilios tenían un colorido algo infantil. En cuanto a Control Numérico,
consistía en crear coordinadas e instrucciones en un programa de ordenador que
si no era el “Autocad”, era un antepasado suyo. Al profesor lo vimos el primer
día, y ya no lo vimos más. Era conocido de Fernando. A él, le caía muy mal.
Durante un tiempo, tras terminar las
horas de Neumática, nos veíamos obligados a esperar a que viniera el profesor
de Control Numérico, pues el encargado de informarnos no sabía gran cosa. Al
parecer, el profesor se había ido por no llegar a un acuerdo con su sueldo, y
estaban buscando a un sustituto. Se desconocía cuándo iba a llegar. Mientras
tanto, deberíamos estar un tiempo prudencial, antes de irnos. Un día, por fin
llegó. Había tardado casi medio curso en aparecer. No recuerdo su nombre, pero
era bajito, obeso, con gafas y cara de empollón poco afortunado con las
mujeres. Los graciosos de la clase lo llamaban “Tachenko” en homenaje burlón al
alto jugador de baloncesto ruso, famoso en los años 80.
Habíamos comenzado la asignatura con mal
pie, tras la marcha del profesor anterior y la tardía llegada del otro. Para
continuar con la ración de mala suerte, los ordenadores se bloqueaban con suma
facilidad, y la asignatura no era tan fácil. Usábamos discos de arranque del
tamaño 5 y cuarto, que ya estaban obsoletos en aquella época. El profe debió de
pensar, al igual que los anteriores, que solo estábamos por el dinero. Si el
burlón de Alberto hubiera seguido conmigo, no se habría privado de recordarme
que nuestra clase estaba formada por memos. Un día se acercó a las dos chavalas
y les preguntó si podía ayudarlas. Estas aceptaron, encantadas. Pero el tiempo
pasaba y el profesor no se movía de donde estaban ellas, a menos que lo
llamásemos. Al principio nos ayudaba, brevemente. Pero como los ordenadores
eran malísimos y se bloqueaban mucho, lo llamábamos con frecuencia. Un día
pasó, olímpicamente, de hacernos caso. Incluso se permitió el lujo de mirarnos
con una sonrisa burlona, dándonos a entender que con ellas estaba mejor.
Curiosamente, Angela, tan justiciera, no hizo ninguna crítica de sus compañeras
pese a su cara de malhumorada. Parecía consciente de que al hacerlo perdería
popularidad, ya que algunos de los compañeros estaban coladitos por ellas. Eso
no evitó que les pidiéramos que nos hicieran un poco de caso.
“Soltad a ese tío de una vez, que
nosotros también tenemos nuestras dudas”. Dijo uno.
“Pero si es él, el que viene a nosotras.
Y como tenemos ganas de aprender….”
“Haced el favor de decirle que nos
atienda cuando lleve un rato con vosotras”.
Pero fue inútil. Como si no hubiéramos
dicho nada. Tachenko debía de sentirse como una super estrella por el simple
hecho de estar ayudando a nuestras dos compañeras ¡Pero qué pobre infeliz! Su
actitud era patética y digna de lástima. Fernando y yo ya habíamos dado por
imposible arrancar el ordenador. Así que dividimos el tiempo de clase en mirar
las musarañas y discutir por tonterías mientras el profesor se sentía como el
rey del mambo con las dos compañeras.
En ese ambiente tan nocivo no era de
extrañar lo que sucedió después. Las clases de Neumática tenían una teoría tan
complicada como las de Automatismo. El profesor, cuyo nombre no recuerdo, nos
trataba bien, pero sin hacer amistad especial con ninguno de nosotros. Un día
pintó en la pizarra un complicado gráfico de mangueras y dispositivos. Dijo que
lo copiáramos, ya que era importante.
Pero mis compañeros no tenían prisa, por
lo que el hombre lo repitió por segunda vez. Necesitaba borrar la pizarra
cuanto antes, para seguir explicando. Ante la pasividad de mis compañeros, lo
pidió por tercera vez, en un tono que nos recordó al nefasto de Rafael.
Personalmente, creo que tuvo razón en enfadarse.
En cuanto dieron los minutos de pausa, a
Angela le faltó tiempo para criticar la actitud del docente.
“¿Qué se ha creído ese tirano? ¿Es que no
se da cuenta de que no tenemos ganas de copiar el dibujo? ¡Que se atreva a
obligarnos!”
Me llené de asombro al ver que mis
compañeros opinaban igual que ella. Tras soportar a tres profesores cuya
estabilidad mental era cuestionable, no se les ocurre nada mejor que ponerse en
contra del único que nos hacía un poco de caso. Si lo hubiéramos tenido en la
primera fase, en vez de a Mario, es casi seguro de que habríamos tenido una
actitud más favorable hacia él.
Con frecuencia, preguntábamos por el
resultado de los exámenes de las asignaturas anteriores. Pero el encargo decía
que no le estaba permitido decirlo, hasta que faltara poco para terminar el
curso. Evidentemente, había riesgo de fuga….y con razón.
El día anterior al final de curso,
consintió en decírnoslas. No había aprobado ni la mitad de los alumnos. Para
tener el título, necesitábamos aprobar las cuatro asignaturas. Nos llenamos de
indignación. Quedamos en irnos tras el recreo los que no obtendríamos el
título, dejando tirado a Tachenko. Tampoco acudiríamos al día siguiente, a los
exámenes del “Tirano” y de Control Numérico, que a juzgar por las
circunstancias, dicha asignatura merecía llamarse “Descontrol Numérico”.
Yo tenía la costumbre de quedarme siempre
hasta el final, aunque no tuviera posibilidades de aprobar. Esa vez rompí mis
hábitos. No seguiría el ejemplo del general alemán “von Paulus”, al que Hitler
ordenó permanecer en Stalingrado, resistiendo hasta la victoria o la muerte. La
experiencia me decía que era absurdo permanecer ¿Acaso Mario y Rafael cambiarían
de opinión a última hora y nos darían el aprobado? Pensar que eso sucedería,
era absurdo. No tenía inconveniente en acudir al examen del Tirano, por
respeto. Para mí, no era tan tirano. Incluso me pareció injusto que mis compis
le hubieran puesto tal seudónimo por una rabieta puntual. Pero si iba, me
arriesgaba a ser visto por Tachenko, que muy probablemente me pediría que
acudiera al suyo. No estaba dispuesto a ello.
En los fines de cursillo se suelen
organizar despedidas en bares o comprando comida y bebidas, sentados en los
bancos de alguna plazoleta. Recuerdo que se planteó, pero no se concretó nada.
De todas maneras estábamos de un humor de perros y no creo que la idea hubiese
tenido aceptación.
Como dije, Automatismo Industrial fue un
cursillo mal organizado, vergonzoso y con un mal planteamiento. A los docentes
no les cabía en la cabeza que cuando una persona deja los estudios y se mete en
un cursillo, ya no posee la habilidad mental de cualquier estudiante común. Los
docentes nos tomaron por “mercenarios” y no tuvieron paciencia suficiente para
ayudarnos a aprender.
-------------------------------------------------------------------
El curso seria nefasto, pero conseguiste tu cámara de video y, de rebote, alguna noción de los trabajado te quedaría, además de retener en la memoria los suficientes datos de aquellos momentos e hilvanar tu relato con ellos.
ResponderEliminarLa experiencia, pese a todo, tuvo sus aspectos positivos.
Saudos.
Así es. Aunque esos momentos fueron realmente penosos. Tanto, que por culpa de la rabieta nos olvidamos del compañerismo, y no fuimos capaces de tomar una cerveza juntos, el último día.
EliminarSaludos cordiales.
Algo seguro que aprendistes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola, Josefa. De la materia aprendí poco, pero me quedó claro que el que algo quiere, algo le cuesta. Fueron unos meses agobiantes pero valió la pena, por tal de conseguir mi videocámara de la que tanto estaba antojado.
EliminarUn abrazo.